Cuando pocas o muchas personas configuran un grupo, más o menos formal, que les aporta algo que no conseguirían en la autarquía de si mismos, lo someten a dos fuerzas contrapuestas. Por un lado, aquella que pretende dar solidez y visibilidad al instrumento común creado, dotándole de capacidad de maniobra y referencia para que sea eficiente en sus objetivos (si pusiéramos de ejemplo a un barco, diríamos que sería dotarle de “navegabilidad”). Por otro lado, los componentes del grupo no dejan de someterlo a las fuerzas centrífugas derivadas de los intereses y anhelos de cada cual (por lo que las maderas del barco no dejan de quejarse a cada bandazo, poniendo en duda su solidez y anunciando constantemente una inevitable vía de agua).
Pensando en esto, recuerdo que Marina Garcés incluye en su artículo "La balsa" un texto del pedagogo francés F. Deligny que dice así:
“Una balsa ya sabéis cómo está hecha: hay unos troncos de madera atados entre ellos de tal manera que quedan bastante holgados; así, cuando les caen encima montañas de agua, el agua pasa a través de los troncos separados. Por eso una balsa no es un barco. Dicho de otra manera: nosotros no retenemos las preguntas. Nuestra libertad relativa proviene de esta estructura rudimentaria y yo creo que quienes la concibieron -me refiero a la balsa- lo hicieron tan bien como pudieron, cuando de hecho no estaban en condiciones de construir una embarcación. Cuando llueven los interrogantes, nosotros no cerramos filas -no juntamos los troncos- para constituir una plataforma bien concertada. Todo lo contrario. Del proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Podéis ver aquí la importancia primordial de los vínculos y la atadura, así como de la distancia que los troncos pueden tener entre sí. El vínculo debe ser lo suficientemente holgado pero que no se suelte”.
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